Un canto a la amistad de Claudio Rodríguez (1934-1999) que hago extensivo a mis amigos/as.
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Encuentro inusual
ENCUENTRO INUSUAL
La encontré en el barrio turco. Como quien encuentra una rosa en medio del desierto y se pregunta qué pinta allí una flor. Así estaba ella, en un estado demencial, con los harapos propios de un mendigo y acurrucada en una esquina. Una rendija de su gualdrapa me permitió entrever su espléndido rostro moreno sin señales de envejecimiento; pero lo que realmente me cautivó fueron sus enormes ojos negros. Reclamaban ayuda a gritos. El resto de los indigentes iba a la suya. Intentaban ganar la batalla a las pulgas y a otras artimañas mayores. Una anciana me ofreció unas flores mustias para los difuntos. “Mire usted, señorita, que les harán bien”. Pero ni siquiera esperó mi respuesta y siguió danzando con su cesta destartalada de flores muertas.
Eran poco más de las ocho de la mañana. Yo andaba buscando un reportaje sobre las terribles consecuencias de la Guerra del Golfo, cuando aparecí en uno de los barrios más pobres de Beirut. Anduve de un lado a otro durante largas horas. Por fin me detuve y permanecí un rato abstraída ante toda esa gente prácticamente ignorante de mi presencia, excepto la misteriosa mujer que clavaba sus ojos en mi rostro. Me dispuse a acercarme a ella. Otro mendigo me tendió una mano para que se la llenase con alguna moneda. Mientras busqué algo de dinero, la desconocida había desaparecido. Me sentí perdida. Esperaba que esa mirada cargada de dolor me llevase a alguna parte. Entretanto, un grupo de vagabundos mantenían un parloteo incomprensible para mí. Algunos incluso hablaban con una arrogancia que tal vez les había dado el sentirse dueños de sus propios pasos. Otros asentían cabizbajos, con ojuelos lacrimosos, menos orgullosos de su suerte. Yo continué un camino que no acababa de definir y vine a dar a un callejón donde asomaba el bello rostro que, hacía unos instantes, había desaparecido entre el gentío.
Ahora podía verla bien. Estaba de pie, frente a mí. Se adivinaba una extrema delgadez bajo las ropas andrajosas; no obstante, su porte aristocrático era el de un personaje con modales y una serena distinción. Sus ojos tenían demasiado brillo para el aspecto polvoriento que envolvía el resto de su cuerpo. No era excesivamente alta, más bien me pareció de estatura media, y sólo más adelante pude ver sus labios redondos y rojos como una cereza madura. Era evidente que pretendía hablarme, decirme algo; pero también me temía. Lo sentía en su mirada asustada. Por ello tomé la determinación de acercarme yo a ella. Tal como ya lo había intentado antes de que se escabullese.
– ¿Eres de aquí?
Negó con la cabeza.
– ¿De dónde? –insistí.
– De Kuwait –respondió con un tono apenas perceptible.
– Yo todavía vengo de más lejos. Me llamo Soraya –la miré esperando que me dijese el suyo.
– Soy Lulua.
– ¿Puedo ayudarte, Lulua? –pregunté por la inercia de una intuición.
– Si quieres…
La llevé al hotel Phoenicia, donde me hospedaba. El salón principal era grandioso. Tenía una gran cristalera a través de la cual se veía el interior de la piscina. Era un hotel elegantísimo. Nada más llegar, me entregaron una tarjeta de identificación. Dicho carnet desplegado incluía un directorio de servicios y un plano de la ciudad. Todo estaba en su sitio en un ambiente distinguido. Lulua me aseguró que no pretendía robarme. No era necesaria tal justificación. Confiaba en ella sin saber porqué. Presentía que algo extraño le había ocurrido a esta joven y un impulso inexplicable me motivaba a averiguar un poco más.
Parecía una mujer agradecida. Se vino conmigo como quien, después de haber abierto todas las puertas y no encontrar respuestas, se lanza al vacío esperando que alguien esté ahí, en ese preciso instante, para recoger sus despojos. Hablaba lo justo, sólo cuando se le preguntaba, y su rostro reflejaba unas ilusiones frustradas, demasiado íntimas para ser desveladas a una desconocida en un primer encuentro. A pesar de lo cual, confió en mí. De vez en cuando rezaba muy bajo rompiendo el silencio que le servía de albornoz. Ella sabía que yo no podía entender todas sus palabras, seguramente por mi acento americano y mi dificultad para mantener una conversación fluida en su idioma. No obstante, era consciente de que yo respetaba sus costumbres y su espíritu. Al igual que ella admiraba mi carisma de extranjera en una tierra de hombres. En cualquier caso, era la primera imagen que tenía de mí, como tampoco yo imaginaba que aquel aspecto frágil escondía una fortaleza inusitada.
Tal era mi situación. Me sentía abatida intentando encontrar la respuesta a cuál sería mi misión. Cualquier periodista sueña con uno de esos reportajes sensacionalistas que hacen saltar al mundo. Lo conseguí. Fui una de esas afortunadas a quienes dan una oportunidad. Pretendía aprovecharla para decir esas cuatro cosas bien dichas que se quedan en la trastienda. Pero el rostro terrible de la postguerra se abalanzó sobre mí y me aterrorizó hasta dejarme sin aliento. Entonces encontré a Lulua.
María Ángeles Chavarría (comienzo de la novela La tercera copia)