REALIDAD CON PRISMÁTICOS
Escribir es tan fácil como vivir. Tan difícil como vivir. Crea hábito y, una vez las palabras quedan plasmadas en el papel, ya no hay marcha atrás. Antes, como con los actos, puedes rectificar, reflexionar, tachar o borrar. Luego, una vez publicada una sola página, cometida la acción más irrelevante, aparentemente, ya no hay nada que dé marcha atrás en el tiempo, por más que las películas de ciencia ficción se empeñen en querer demostrarnos lo contrario. Por mucho que algunos piensen que el arrepentimiento posterior anula la acción realizada. Falso. Lo hecho, hecho está. Lo escrito, escrito está. Es algo que tiene mucho que ver con el compromiso con uno mismo y la responsabilidad para con los demás. De ahí mi respeto por la vida. De ahí mi profundo respeto por la escritura.
¿Mi compromiso? ¿Cómo plasmar la realidad añadiendo algún ingrediente de los que tanto gustan a los lectores sin caer en los tópicos o en la desidia? Gran dilema. Ser fiel a uno mismo contando las cosas tal y como son o embarcarse en una aventura de sexo, violencia y morbo sin límites. Reflexionar sobre unas preocupaciones dentro de una rutina plana o saltar de emoción en emoción sin dar casi tiempo a respirar. ¿Dónde está el término medio? ¿Es mejor mojarse y decantarse por un extremo o diluirse entre los polos opuestos hasta conseguir el equilibrio? Complicado asunto el de la literatura.
Tengo que partir de mi realidad para construir una novela. Pero ¿qué realidad? Me llamo Neus. Aunque si tuviera que utilizar un nombre ficticio, utilizaría Nerela. Siempre me hubiera gustado llamarme Nerela. Tiene más personalidad. Neus es corto y ridículo. Ni siquiera aparece en Libro de los nombres, edición 1983, que utilizo para bautizar a mis personajes. Seguramente en otras ediciones o en otros libros similares ya se tendrá en cuenta. No sé de dónde lo sacaron mis padres. Siempre escucho lo mismo:
– ¡Qué original!
Evidentemente, cuando un nombre parece estúpido es original. Nerela, en cambio, no significa nada (al menos yo no lo he encontrado en ningún manual al uso) pero suena a canción de cuna, a murmullo de olas espumosas, a… Por ahí no. Si quiero llegar a alguna parte esas son las frases que debería evitar. Nada de cursiladas que espanten a los lectores. El romanticismo ya fue superado (yo creo que aún pervive en cada uno, pero esas cosas nunca se deben confesar abiertamente) y la nostalgia se la dejo a Dyango o al Dúo Dinámimo. No se puede suspirar toda la vida por un amor de “quince años”.
No tengo ningún trauma especial. Al menos eso creo. Aunque tal vez algún psicólogo no opine lo mismo y pretenda hurgar en mi infancia. Si no que me digan por qué cambié Santander por Castellón sólo porque vi en la tele unos segundos del festival de rock de Benicàssim. Y eso que no siento el más mínimo interés por el rock. Para ser sincera, ni mis padres ni mis hermanos se sorprendieron de mi decisión. Pensaron que era una de mis “neuras” (insisto en lo de no tener traumas) que pronto pasaría, como lo de querer ser cantante porque un día me subí a un karaoke; o escritora porque… Bueno, esa “manía” aún no se me ha quitado.
Dicen que lo difícil es comenzar. No estoy de acuerdo. Aquí estoy yo toda lanzada sin un argumento, sin un personaje de esos de carácter, tan inolvidable para el lector que casi se convierte en real. Por lo demás, ¿qué medios me hacen falta? ¿Tiempo? Tengo todo el tiempo del mundo. Cuando me corresponde el turno de noche en el periódico dispongo de todo el día. Duermo poco y tengo pocos amigos. Si cubro la franja de siete a tres, toda la tarde. Si trabajo de tres a once, me queda la mañana. ¿Será por horas? Pero no son tampoco las horas. Las horas se convierten en vacías cuando te sobran y en valiosas cuando te faltan. Tengo que encontrar el modo de llenarlas antes de que, en vez de devorar novelas, las novelas me devoren a mí; antes de engancharme a todos los seriales y programas basura; antes de que mi balcón se convierta en el único escenario desde el que contemplo el mundo.
Ante la falta de guión y de personaje interesante, tendré que salir de mi cascarón para lanzarme a la búsqueda de emociones. Abriré los ojos de par en par y observaré minuciosamente la realidad que me rodea. De momento, es de lo más aburrida; aunque tal vez sea culpa de mi óptica. Tendré que mirar más y mejor. ¡Esto es! Las notas. Tomaré cuantas pueda antes de ponerme manos a la obra. Como cuando de pequeña tenía diario, pero sin sensiblerías. Veremos qué se puede hacer.
He acondicionado el bolso para la ocasión sin prescindir de los clásicos habituales que siempre llevo conmigo. Tal vez me haya pasado; sea como sea, éste es el resultado: un cuaderno pequeño con tapas de plástico para que no se doblen, un bolígrafo y un portaminas; dos libros, uno de poesía para cuando tengo poco tiempo (en una cola rápida) o cuando me siento sentimental, otro de narrativa si una cola va para largo (primeros de mes en los bancos) o para la hora de la comida (no me gusta cocinar y evito comer en casa; casi siempre como, sola, en una cafetería situada entre el periódico y unos grandes almacenes); la cajita de las lentillas, gafas de sol (negras de pasta a lo Audrey Hepburn) y de vista (azules rectangulares), por si el humo agobia a mis ojos; neceser con kleenex, carmín, perfume, corrector de ojeras (imprescindible debido a mi insomnio permanente), cepillo y pasta de dientes, imperdibles y lima de uñas (odio ir amargada todo el día por una uña rota); una grabadora, una minilinterna, una cámara de fotos pequeña y carretes (por si alguien recuerda algún día para qué se me contrató en la redacción y me da la oportunidad de salir a la calle); un paquete de galletas (para piscolabis rápidos) y caramelos; la cartera con el dinero necesario; bono-bus (aunque suelo ir andando a todas partes), las tarjetas de siete u ocho establecimientos de moda y perfumerías (no sé decir “no” a una nueva tarjeta); tiritas y aspirinas (soy propensa a las jaquecas); un coletero para cuando la melena me molesta o necesito optar por un recogido más discreto (ni siquiera necesito peine para apañármelas); llaves y móvil (todos decimos que lo odiamos, pero…); tapones para los oídos (en una cajita tipo pastillero) para los días en que las obras de la calle me taladran el cerebro y me impiden concentrarme en la lectura (he aprendido a leer los labios del camarero cuando me pregunta qué deseo o me explica qué hay de menú); un chal ligero en primavera y verano y otro de lana para los meses más fríos (junto al mar nunca viene mal); y, por último, un amuleto (no creo en ellos pero me gusta llevarlo) consistente en una nube esponjosa y suave que me dio mi madre cuando decidí venir a Levante porque, según ella, mi nombre significa “nube”, aunque alguna vez me dijo que “nieve”. En cualquier caso, el objeto blandito, más típico de una niña a la que le están saliendo los dientes que de una “joven” que ha rebasado la treintena, me sigue gustando a rabiar, me hace sentir cerca de mi familia (en Cantabria, tierra de nubes) y lo llevo siempre conmigo. Y, aunque parezca imposible, todo lo citado anteriormente es el contenido fijo; además, según las circunstancias, voy añadiendo chorradas que no vienen al caso y que alargarían esta lista varias páginas más. De momento, sirva el listado para entender la razón por la que camino algo ladeada.
Así provista, intentando vestir de un modo profesional, salgo de mi casa con una sonrisa ensayada ante el espejo. Hasta que alguien me la tuerce. No quisiera parecer una insociable de carácter huraño. Creo que soy bastante tratable y que me llevo bien con todo el mundo. Simplemente, en el trabajo cada uno va a la suya y nadie da pie a entablar una relación de amistad. Y yo no soy tan lanzada como para dar el primer paso. Cada uno tenemos nuestra misión (nada similar a las promesas con las que nos contrataron a “algunas”) y nos limitamos a ella. Eso sí. Nada de protestar. Nada de decir que te sientes preparada (siempre en femenino) para hacer algo más que pasar al ordenador los artículos de otros (que casi siempre acabas redactando tú porque los “súper ocupados” no tienen tiempo para nada). La plana mayor odia los sobresaltos y las novedades; a pesar de que, supuestamente, la profesión de periodista es una de las más emocionantes y más alejadas del estatismo.
Después de este alegato a los incentivos, a la motivación del personal y a la promoción interna; después de un rotundo rechazo a esos jefes que promueven el inmovilismo y la desidia de sus empleados, retomo esa misma rutina que caracteriza mis jornadas. Hasta ahora, lo más inquietante que he hecho ha sido reivindicar, tal como acabo de hacer por escrito, esa responsabilidad para la que se me contrató. Para ello, me plantifiqué hace unos meses en el despacho del Director General del periódico sin pensármelo dos veces. Ni corta ni perezosa le dije lo que pensaba, eso sí, con tanto orgullo por mi concienzuda preparación como humildad por respeto al cargo y a las canas de quien tenía delante. Quería ser redactora y firmar mis propios artículos, no desempeñar una tarea de mecanógrafa que, además, hiciera el trabajo de los demás sin ningún tipo de reconocimiento. No sólo me quedé igual que había estado en los últimos tres años (aunque con nuevas promesillas que entonces, por supuesto, ya no creí), sino que mis compañeros me colgaron el sambenito de revolucionaria y reivindicativa sin tener ni idea de lo que se habló en aquel despacho.
A partir de aquel histórico día, me quedé más sola que la una. El trato no dejó de ser cordial; sin embargo, si en el periódico ya era difícil hacer amigos (aunque corrillos, como en todas partes, siempre los hubo), desde que cobré fama de persona non grata para dirección, todos los lameculos, los cobardes y tres o cuatro más en mi misma situación, solidarias por tanto (insisto en el femenino), aunque necesitadas, como yo, de nuestro miserable sueldo, huyeron de mí como de la mismísima peste. “Buenos días”, sí, y poco más. Todos muy educaditos, pero guardando tanto las distancias que casi acabamos comunicándonos por e-mail.
¿Qué le vamos a hacer? Sigo echando de menos esa campechanía tan ausente en mi lugar de trabajo, pero hemos quedado en que voy a hilar más fino y a sacar algunas conclusiones de todo esto. Podría pensar que mis momentos de soledad van a venirme bien para este nuevo proyecto, aunque tal vez estas horas sean más productivas a nivel literario si saco de ellas un jugo emocional que no suele encontrarse en el aislamiento.
María Ángeles Chavarría (comienzo de El anónimo)