CONCURSO DE RECUERDOS
La nostalgia es como un nido de abejas. Hay recuerdos zánganos. Hay recuerdos que zumban. Zum, zum, zumban. Pero sólo un recuerdo reina en la memoria. Es que el más duele, el que martiriza a los demás, el que contamina con una leve capa de inquietud. A ese no le importa jugar sucio para clasificarse en los destellos de la evocación.
He tratado de perdurar. Soy un recuerdo vano. Un recuerdo fresco y conmovedor de esos que pasan fácilmente. Durante unos años, sí. Volvía a ella como un reflejo inclasificable, como un centelleo anaranjado y alegre. Cálido. Se arropaba con una manta y yo la visitaba. Yo era su luz de juventud y ella mi razón de ser. No tengo otro motivo de existencia. Sólo el deseo de presencia en el universo de otros. Ella era mi pequeño universo. Conocía todos los recovecos de su mente. Mi orgullo consistía en hacerle sonreír.
Luché por madurar en ella y echar raíces. Me amontonó como un periódico pasado de fecha. Me convertí en leña para nuevos recuerdos. Caí en el más horrible de los destierros. El olvido. Mientras, su cabeza tejía con hilos transparentes, con hilos hechos de brisa fresca, con hilos rasgados por desengaños. En su alma maduraba la locura por una pasión rota. Nada podía hacer. Era incapaz de devolverle la risa. Ella eligió desterrarme. Yo no podía volver sin su consentimiento.
Ella deseaba aferrarse a aquellos lazos. Buscaba un estremecimiento del todo desaparecido. Era el lote completo. Recuerdo pasión + recuerdo tortura. Intenté devolverle la inocencia de espuma clara. La primera emoción casi inconsciente. Dormida mi existencia. Despierto el último recuerdo. El recuerdo más fuerte. El que más interrumpe la marcha de los sueños. El recuerdo punzante de un amor imposible.
María Ángeles Chavarría, de Pincelada con matices