Mi padre me daba un beso de buenas noches; luego me despertaba y alguna vez pensé que lo había soñado. Pero el beso quedaba en cualquier caso, aunque yo deseaba que ese segundo intenso de ternura se prolongara más para poder contarle mi día de colegio, la pelea en el patio con mi amigo Manolo. Por eso los domingos corría como loco al cuarto de mis padres, empujaba a mi padre a trompicones para desayunar y no dejarle hablar, de tantas cosas que quería contarle, como si mi mandíbula fuese una pequeña máquina de hacer palabras.
Mi madre era como Valentina, la más inteligente y sensata de Los Chiripitifláuticos. Todo lo sabía, era una pequeña enciclopedia. Cuando me enfadaba con algún amigo siempre me decía que había que dar a las cosas el valor que tienen y dedicar nuestras energías a aquellas que merecen realmente la pena. Y cuando me iba al campamento sólo me decía:
– Cuídate, hijo. Recuerda que tu principal responsabilidad es cuidar de ti mismo. Y luego, pásalo bien.
Me enseñó de mil maneras que la diversión no está reñida con la sensatez y que se podía jugar sin hacer el cafre, no como hacía una pandilla de mayores que intentaban atropellarnos con las bicicletas.
Mi padre era parecido al Capitán Tan, tan Rataplán. Lo imaginaba cada día en un viaje fantástico, pero sabía que, por muy lejos que viajase, por la noche regresaba para darme su beso.
Y así lo soñaba en alguna de sus aventuras por todo lo largo y lo ancho del mundo entero. Porque, aunque yo sabía bien dónde trabajaba mi padre, no me hubiera importado que mis sueños se hiciesen realidad. Que tampoco creía nadie a Pippi Calzaslargas (Pippilotta Rolgardiña Victualia y no sé qué más) cuando presumía de que su padre era el Capitán Langstrump, y luego resultó que sí, que era un pirata de los Mares del Sur. ¡Menuda cara se les quedaría a mis amigos si mi padre fuera pirata! Entonces no necesitaría paga semanal. Tendría un cofre de monedas de oro para mí solito y todos los cromos del planeta.
Pero yo quería mucho a mi padre, aunque no fuera pirata ni capitán. Por eso lo echaba de menos y no me quedaba otra que inventarme que me rescataba con su barco y su espada. Era mi héroe entre invisible y real.
[…]
María Ángeles Chavarría, de Mi padre es un mago: La empresa familiar vista por un niño (tomado del capítulo 3, «El niño, en la cama, como siempre»)